Por Kianny N. Antigua
Hace tres meses salí con un grupo de amigas a tomarme unos tragos. La conversación, regida por el alcohol, nos paseó por distintos temas: esta ciudad que come almas y envejece rostros, el trabajo, la familia, el esposo, el novio, el tamaño del pene del amante, las posiciones sexuales, qué tanto dura uno o el otro y qué tanto le gusta a la una o a la otra; también hablamos de cuernos, de a quién nos gustaría tirarnos y de pelos. Enfatizo este último tema pues de alguna forma este relato está inspirado en ello: los pelos o la falta de ellos.
La mayoría de mis amigas insiste en lo higiénico, delicado y jovial que se ve una vulva sin pelos. A excepción de mi amiga Sarah, que se rehúsa terminantemente en dejársela calva, y yo que del asunto no sabía mucho, todas confesaron que o se afeitan o se depilan. Al parecer, a los hombres de ahora les gustan los cerros desyerbados.
Con esa idea me fui a casa y por días no dejó de rondarme la tentación de un cambio. A mis cuarenta y tres años he comenzado a echarle la culpa a muchas cosas por mi soledad y, por qué no, al monte sin podar que llevaba entre las piernas.
Decidida, unos días después llamé a mi amiga Jenny para que me diera el teléfono de la muchacha que con tanto afán ella recomendaba. Con lo torpe que soy, ni siquiera consideré la posibilidad de afeitarme. Me dio miedo (además no creo que la afeitadora habría aguantado).
Lista, positiva y con ganas de levantarme el ánimo y a un hombre, me reuní con Miguelina en su Spa. Luego de esperar unos minutos, ante mí apareció una mujercita delgada, de sonrisa coqueta y mirada maliciosa. Me condujo hacia un cuarto donde apenas cabía una cama, una mesita atiborrada de artefactos, un espejo, ella y yo.
—¿Qué te vas a hacer? ―me preguntó, y yo, después de aclararme la garganta, le dije que algo que no me había hecho nunca.
—Brazilian Wax! —replicó sin chistar y yo respondí que sí con un avergonzado gesto de la cabeza—. Quítate toda la ropa ―ordenó―, engánchala en esa percha y ponte esta toalla por encima. Yo vuelvo enseguida —dijo, antes de salir de la diminuta habitación.
Ya desnuda, me acosté en la camilla que se dejaba arropar con un papel blanco y ruidoso. Traté de cubrirme las partes más notorias con la toallita tosca, la cual, había sufrido muchas lavadas y no era lo suficientemente grande para dicha tarea, así que me tapé de la cintura hasta la mitad de los muslos y me cubrí los senos con la blusa.
La mujercita regresó y me miró de reojo con aire satisfecho. Mientras se ponía unos guantes plásticos (acto que me recordó una película de terror), me advirtió: «Si es la primera vez, te va a doler». Y sin dejarme decir palabra, continuó diciendo que no me preocupara, que eso iba a ser sólo esta vez. «Ya luego ni lo sientes. Además, vas a ver lo finito que te comienza a salir el vello después de un par de depilaciones más. Va a llegar a un punto en que hasta te deje de salir pelo», aseguró.
Miguelina, entonces, revolvió un poco los utensilios que se confundían en la mesita y, como quien recoge algo que se ha caído al suelo, removió la toalla que me cubría y en su cara se vislumbró una sonrisita pícara. Maliciosa. Yo me senté de golpe pero ella, con sus pequeñas manos, sujetándome los hombros, me recostó otra vez y me prometió que todo iba a salir bien.
―Tú no pareces cobarde. ¿Eres muy llorona? ―preguntó.
Aún con los ojos azorados, le dije que llorona no, pero que gritona sí. Me pidió que abriera un poco una pierna y con sus manitas peinó el pelaje enmarañado que cubría mi sexo. Con un palito de madera, movió la cera que reposaba en un cubito sobre la mesita. La sopló un poco con la boca y, con una mano sobre mi monte, embarró la cera tibia entre muslo y vulva. Luego me pegó un cuadrito de tela blanca y entre conversaciones insípidas y miradas de suspenso, Miguelina haló la tela y con ella desprendió un paquete de pelo. Solté un grito que brotó de mi estómago sin contar conmigo.
Al instante, Miguelina comenzó a darme palmaditas en el área afectada y se acercó para soplarme, con una ternura estremecedora. El dolor, a pesar del cariñito, fue descomunal. Yo no he parido, pero me fajaría con cualquier mujer que me dijera que esos jalones no duelen tanto o más que un parto.
Miguelina repitió su maniobra unas tres veces. En un instante en que me asfixiaba, me senté y entre gemidos le dije:
—¡Caramba, dame por lo menos un vaso de agua!
Ella volvió casi enseguida con un vasito plástico rebosado de agua. En su ausencia, usé la toallita para secarme el sudor frío que chorreaba por mi frente y por debajo de mis senos. También aproveché el minuto a solas para cerciorarme de que la mujer, la cera, el cuadrito de tela y los jalones no me hubieran arrancado un pedazo de labio.
Después de tomarme el agua, le confirmé con la vista a Miguelina que estaba lista y ella, con su típica sonrisa malvada, me preguntó si yo iba a seguir gritando. Yo, medio enojada, le respondí que sí. Ella rió y me dijo que no me apurara, que en la frente dolía más que en el resto del monte, y añadió que yo me había estado portando muy valientemente. Comenzó entonces a contarme la historia de otra chica que simplemente no aguantó la agonía y se fue con medio pajón desyerbado.
Después de acabar con las zonas aledañas, la mujercita me mandó, a la franca, a que me agarrara el clítoris y que lo echara para el lado izquierdo. Habiendo obedecido, ella repitió el ejercicio del palito con la cera con la tela y ¡zas! Yo repetí el grito y la incertidumbre me volvió a invadir. «Ay Dios, y si esta mujer me desprende una bemba», pensé. Palmadita, sopladita, sudor, comprensión. Miguelina se me acercaba tanto y con tanta ternura que llegué a sentirme más que su clienta, su amiga.
Cuando mi Migue terminó, o por lo menos eso pensaba yo, cogió unas pinzas y, pelo a pelo, comenzó a desenterrar las dudas. Yo, con miedo de mirar para abajo, palpé donde una vez hubo pelo y encontré una superficie sedosa. La suavidad me transportó a mis años de niña cuando mi sexo era aún una sabana virgen.
—Diablo, lo que uno hace por un hombre —dije entre suspiros.
Migue me preguntó si yo era casada y le dije que no, pero que tenía una cita con un galanazo que me traía loca y que no quería que, como tantos, se fuera decepcionado.
—No te apures, negra, que cuando tú salgas de aquí, con ese nuevo look, va a haber que despegarte a los machos de encima.
Migue me echó un poco de talco y me frotó con una confianza que aún me sorprende. No habiendo sido suficiente, me dio una palmadita en el muslo y me dijo: «voltéate».
—¿Que me qué?
—Que te voltees, que falta la parte de atrás.
Para mi placer y culminación de pesares, Migue me ordenó, del mismo modo que lo hiciera con el clítoris, que me agarrara un cachete. Agarré el derecho y levanté un poquito las caderas para facilitar así su trabajo. Procedió después a pasar el palito caliente de esquina a esquina, vertical, y luego desprendió la telita. «Ese fue el verso que salvó el poema», pensé. A diferencia de lo que había estado pasando por los últimos veinte minutos, este último halón tuvo su encanto. Migue removió un pelito por allí y otro por el otro lado, puso polvo, acarició y me anunció que lo peor había pasado. Seguido, me depiló las piernas y las axilas y, efectivamente, nada jamás se pudo comparar con lo primero.
Cuando hubo acabado, me auguró suerte en mi cita y salió para que yo me vistiera. Inhalé y exhalé en algunas oportunidades y me vestí, no sin antes palpar la suavidad y la vigencia de mi recién descubierta parte.
Salí, le pagué a la recepcionista y le di una propina sustanciosa a mi querida Migue. Prometí regresar en tres semanas para repetir el suplicio y, de ese modo, no dar cabida a otra cosecha innecesaria de pelos.
Todo el camino a casa me concentré en sentir cómo el pantie rozaba mis labios y aunque dicha sensación era completamente nueva, la sentí tan mía como lo son mis ojos y mi lengua.
Al día siguiente me reuní con mi enamorado, quien, después de una cena opulenta y una suma cuantiosa de copas de vino, me guió hacia una habitación de motel barato. Allí, la ropa cobró vida propia y se alejó de los cuerpos.
En pocos minutos, el hombre me tenía tendida en la cama y, después de besar un rato mi boca, manosear un poco mis tetas y babosearme el ombligo, metió su cabeza en mi entrepierna y en segundos sólo pude ver su frente, su nariz y sus manos peleando con mis gruesos muslos. Luego subió y me penetró con suavidad. El pobre hombre no tardó en deshacerse. «Me sacaste el alma», me dijo y, poco después, miró decepcionado mi sexo.
―¿Pasa algo? ―le pregunté, un tanto desconcertada.
―Lo tienes muy bonito ―confesó un tanto timorato―. Pero yo los prefiero peludos.