lunes, 5 de abril de 2010

Los malvados

(Pintura: Jimmy Valdez)



Por Santiago Campo Gutiérrez



Esta mañana, cuando leía el diario con­centré mi atención en un relato policial de sólo tres párrafos. Se refería a un hombre de configuración robusta, a quien ha­bían encontrado muerto entre cartones y chatarras en un parquecito de Jennings Street y Vyse Avenue. Conforme a la reseña, el pobre hombre llevaba en el bolsillo unos cuatrocientos ochenta dólares, y como se estila en esta clase de noticia, decía que la policía había iniciado una investigación.
Era una crónica irrelevante, pues aunque hablaba de un crimen horrendo, la víctima había sido, como quien dice, nadie, tan nadie que sólo era conocido por un terrible apodo. Mas, hubo algo ―quizá la nota completa― que revolvió mi memoria:
Hace muchos años, cuando yo era un adolescente, conocí a un sujeto parecido al que describía la noticia. Se llamaba o se hacía llamar Hog, y lo vi, por primera vez, una noche calurosa de junio, exactamente en Jennings Street y Vyse Avenue, en un parquecito. Luz Celenia, mi prima, que en paz descanse, me llevó allí y me habló de Hog. No abundó en detalles, pero lo que me dijo fue suficiente para que supiera que Hog ofrecía una buena diversión por unos cuantos dólares.
Claro, rápidamente pensé que mi prima ha­blaba de un payaso o de uno de los tantos perdedores que medran en las grandes ciudades. No obstante, una especie de curiosidad ―ahora me parece que fue maligna― me obligó a esperar la llegada de Hog al parque, localizado frente a ruinas de casas residenciales. Una muchedumbre reunida allí, entre etílico y música ruidosa, parecía, más que eufórica, arrebatada. Pero en fin, como todos los personajes de su índole, Hog apareció de repente. Llamaba la atención por su enorme estatura, porque el lado izquierdo de su zapato derecho era el primero en desgastarse, porque su mano derecha no tenía meñique, y porque su rostro mostraba unos ojos neutros y grandes, una larga nariz terminada en aletas pequeñas y una situación corporal tan conmovedora como la de un guerrero abatido.
"Es Hog, el moreno", había susurrado mi prima. A unos pasos de donde estábamos, el grupo celebró la llegada de aquel hombre con un coro de risa. "Aquí está Hog", había gritado un muchacho.
Hog, quien solía charlar cuando estaba cerca del grupo, aquella vez guardó silencio. Luz Celenia me había dicho que esta actitud era el preámbulo de un espectáculo, por­que a Hog le gustaba solemnizar los actos que podían suministrarle beneficio.
Y en efecto ―algunos minutos después―, Hog, de modo intempestivo, dice ―Acepto que me peguen bofetadas. ¿Quién me paga un dólar por cada una?
Hubo otro coro de risa. "La primera parte del espectáculo", susurra mi prima.
Rápidamente la mayoría se agrupa alrededor de Hog. Alguien le dice que se agache. Creo, si mal no recuerdo, que fue un muchacho de tez morena, de tamaño regular, extremadamente flaco, rostro enfermizo, mirada languida. Lo llamaban o le llaman Holy. El, Holy, saca un fajo de billetes.
―Unos cuantos de estos serán para ti, ­pero no quiero maltratar mis manos.
―Dame con esto ―grita Hog, mientras saca, de uno de sus enormes bolsillos, una pieza de madera delgada, pero resistente. Se la entrega al alfeñique. Luego añade: ―No me pegues... en el lado derecho. Tampoco en los oídos. Recuérdalo ―dijo a modo de adver­tencia― un dólar por cada tablazo.
Holy tomó la tabla y se inclinó para golpear con energía. Hubo un silencio. Hog ladeó la cabeza y ofreció, en un gesto aquiescente, su mejilla izquierda. Sonó el primer tablazo. La cara de Hog cambió de color. No emitió ningún quejido. Mas bien, con cierta naturalidad, dijo:
―Un dólar, coño.
Luego sonaron el segundo, tercero, cuarto y quinto golpe. Hog perdía la cuenta; Holy se animaba ante el ros­tro escarnecido y Hog exclamaba: "Otro dólar, carajo! ", en tanto el grupo reía, ingería cerveza o fumaba marihuana.
A mi corta edad me sentí tan asqueado que abandoné aquel lugar. No podía concebir que la miseria humana pudiera llevar a un hombre a una situación tan degradante. Claro, muy pronto habría de encontrarme con Hog nueva­mente. Volví a verle dos meses después.
Ocurrió en pleno verano, una madrugada tan calurosa que hasta el hígado nos hubiera secado. Yo había acompañado a mi prima a realizar un negocio urgente (así había dicho ella) en el mismo parquecito de Jennings y Vyse.
Durante los días en que yo había rehusado vol­ver allí supe que Hog había sido un ejecutivo de Wall Street, egresado de una de las más prestigiosas universidades del mundo. También supe que frecuentaba los ambientes artísticos y que fue allí donde su vida empezó a deteriorarse, entre anfetaminas, barbitúricos y me­tacualonas. Lo que nadie me dijo fue que Hog se había convertido ahora en algo menos que un guiñapo.
En el lugar todo continuaba igual, con la di­ferencia de que Holy ya no ostentaba el lideraz­go del grupo. Un tal Ventura, de nariz cha­ta y ojos saltones, se jactaba de ser el más pícaro y bromista. Yo me distraía mirando al tal Ventura, cuando, de modo imprevisto, veo que se incorpora la figura de Hog, quien dormitaba al pie de una pérgola; veo que empieza a caminar pesadamente hasta acercarse al grupo; veo que pasa ante mí y rápido advierto que está gastado y rengo, que lleva inflamado el lado derecho de su cara, que sus dedos están llenos de nódulos y presentan un aspecto redondo y fusiforme, como si hubieran sido afectados por artritis reumatoide. Observo, además, que le brillan los ojos mientras se quita la camisa y saca de su bolsillo un cinturón de cuero y dice que por cada dólar soportaría un fuetazo. Apenas le miraron. Mi prima conversaba con el tal Ventura acerca de unas benzedrinas. Hog cruzó la calle y volvió al parque. Levantó un pesado bate de aluminio. Regresó hasta donde estaba el grupo.
―Cinco dólares ―dijo― por cada batazo.
En modo alguno resultaba asombrosa esta oferta, a pesar de que era la primera vez que Hog la pregonaba. En otras ocasiones, cuando Holy o cualquiera de los otros muchachos lo llenaban de bofetadas o varazos, a veces le pedían que buscara un objeto pesado para darle una golpiza que pudiera producir más alegría. Ahora la cosa parecía más seria. Ventura se había apartado del grupo.
―Está bien, muchacho ―había dicho Ventura, engolando la voz―, te ganarás sesenta dólares
El grupo estaba situado cerca de una bodega cuya vidriera permitía ver latas amarillas, dentífricos y alcanfor. Hog se colocó frente al escaparate, y apoyo sus manos y cabeza del bastidor que soportaba una de las vidriera. Dijo:
―Sólo por las nalgas.
Todos se ubicaron en lugares claves para dis­frutar del espectáculo. El tal Ventura se puso en guardia. Hog le había entregado el bate de alumi­nio. Ventura respiró profundo y se inclinó un poco. Asestó un golpe seco y pre­ciso. A Hog se le descompuso el rostro. Se estremeció, pero volvió a la postura anterior, calmado, solemne, lleno de orgullo, esperando el siguiente golpe.
―Rómpeme el trasero, yo sí que sé ga­nar dinero! ―gritó.
Exacerbado por los gritos de Hog, a Ventura le brillan los ojos; ríe sin parar; echa baba, suda, golpea una y otra vez. Hog se dobla, se desquebraja la vidriera; la algarabía crece. Hog queda inerte entre latas amari­llas, alcanfor y dentífricos.
En uno de los bol­sillos del pantalón de Hog, Ventura mete más de cincuenta dólares.
Aquella vez me alejé del lugar y nunca más volví a saber de Hog.
Ahora, muchos años después de aquel episodio sólo me resta recordar que la realidad es, algunas veces, terriblemente armoniosa y prácticamente anacrónica: La nota policial ter­mina diciendo que al hombre le habían inferido cuarenta y ocho puñaladas. El apodo indigno que llevaba, me gustaría olvidarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario