viernes, 2 de abril de 2010

Servicios funerarios

(Gustav Klimt, Muerte y vida, 1916, óleo sobre lienzo)





Cuando Natalia entró al cuarto, aspiró con cierta fruición aquella pestilencia a cadáver que le resultaba dulzona. Caminó despacio hacia la pared y descorrió los visillos de la ventana para dar paso a la luz. El resplandor estival inundó la estancia. Tras sentarse en la silla de brazos, extendió la mano mecánicamente, tomó un papel del escritorio y leyó despacio:
—Alberto Machado.
Al pronunciar el nombre, su hombro fue estremecido por una fuerza latente que la hizo sonreír. Sabía que estaba allí, en algún lugar del cuarto, a lo mejor parado junto a ella. La entrega al oficio le habían agudizado los sentidos. Distinguía la opacidad de la muerte en los rincones, en la celosía de las ventanas, en el dintel de las puertas y por entre las rendijas. Le eran perceptibles sus alegrías, sus enfados, sus olores y hasta los murmullos.
Una vez, de niña, mientras hacía la siesta, le pareció escuchar la voz de su fallecido padre secretearle algo al oído; fue breve y pudo no haber sido. Pero ella lo sintió y, aunque nunca se lo confió a nadie, de allí le nació el interés por los muertos.
Natalia recién cumplía sus veintidós años; tenía los cabellos largos y ensortijados y la cara flaca. Sus ojos rasgados y verdes le daban un aspecto felino.
—Dos balazos en el pecho —volvió a decir tras un breve silencio.
Consultó su reloj de pulsera, sacó un llavero de la gaveta del escritorio, se paró de la silla y abrió la puerta del armario. Extrajo una bata y se la puso. Se dirigió a la otra cámara con el papel en la mano, caminando con naturalidad, aunque la bata atenuaba el contoneo de sus caderas. Después que cruzó el pasillo que la condujo a la otra pieza, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta despacio. Entró, encendió la luz y al mirar hacia el fondo divisó el cadáver depositado en la mesa de porcelana; desde allí le inclinó la cabeza y curvó levemente los labios. Se lavó las manos, se las secó, se puso unos guantes y se cubrió la nariz y la boca con una mascarilla que sacó del gabinete contiguo a la lámpara. Cuando avanzó y se vio frente al cuerpo, sintió un súbito vahído y tuvo que agarrarse de un extremo de la mesa para no caerse. Apoyada en la mesa volvió a mirar el cadáver, esta vez de hito en hito, un tanto maravillada. Continuó en esa actitud de muda contemplación por unos minutos, y poco después logró decir:
—¡Qué joven!
Alberto estaba desnudo y con los ojos cerrados. Tenía la cabeza completamente afeitada y era impresionante la proporción armónica de su cuerpo. Aunque su piel tenía la palidez de la muerte, ostentaba un brillo que le daba cierta magnificencia. Natalia le pasó los dedos por el brazo, despacio, abstraída. Sin pensarlo unió la mano del difunto con la suya y la trajo hacia sí, posándole un beso a través de la mascarilla. Le pareció tierna la rigidez, la frialdad de los dedos. Empezó entonces a acariciarle el pecho, el abdomen, el miembro, pero retiró la mano de pronto y exclamó angustiada:
—¿Qué estoy haciendo?
Nunca antes había sentido ese desenfreno. Sus suspiros flotaban en la habitación, se filtraban a través de la mascarilla y deambulaban entre aquel aire cargado de un adorable aroma de muerte. Natalia se embebió en sus pensamientos, mientras miraba en la faz del finado la indiscernible mezcla de sosiego y agonía. Pero no dejó que el sentimiento de culpabilidad la subyugara y momentos después se entregó a sus quehaceres. Comenzó poniéndolo en una posición favorable para lavarlo. Después empezó a darle masajes tiernos, para remover la rigidez del cuerpo.
Recordó que había sentido una sensación extraña un año antes, pero de un modo diferente. Sucedió cuando le trajeron a una joven que había perecido en un accidente automovilístico. Después que le hubo recreado parte de la cara con cera y hecho su peinado, sintió un estremecimiento. Y luego, en la sala de velación, cayó en cuenta de que la persona que había arreglado era su mejor amiga de infancia. Ese día Natalia lloró desconsolada. Pero con el cuerpo de Alberto experimentaba algo muy distinto. “¿Quién lo habrá matado, y por qué?”, pensó intrigada.
Después de terminar, salió a buscar a Ramón, el dueño del establecimiento. Lo encontró sentado en su oficina. Era un hombre de unos cincuenta años, delgado y con una calva de luna llena, que había pasado la mayor parte de su vida trabajando en funerarias.
—Señor Ramón, he terminado con el cadáver, necesito su ayuda para colocarlo en el ataúd.
Tras firmar unos papeles, Ramón se levantó y siguió los pasos de Natalia. Antes de entrar a la cámara, se puso una bata y una mascarilla.
—Este muchacho era muy joven —dijo Natalia al entrar.
—Así es.
Después de vestirlo con un traje blanco, Ramón posó con fuerza ambas manos en el cuerpo y, con la ayuda de Natalia, lo trasladó hacia el féretro.
—No sé qué me sucede, pero traigo un sentimiento raro por este cuerpo, algo así como un cosquilleo en el vientre —dijo Natalia con voz muy baja.
Ramón se sacó la mascarilla, dejando al descubierto la sonrisa que recién se había desatado en sus labios gruesos. Luego levantó la mano derecha y dijo, con una voz tan baja que sus palabras fueron apenas perceptibles:
—Los muertos viven entre nosotros.
—Tiene razón, porque para ser sincera, yo a veces los siento. Pero nunca los he visto.
Ramón la miró sonriente, le dio una palmadita en el hombro y salió del cuarto sin decir palabra.
—Ramón es tan misterioso —musitó Natalia.
Tomó unas brochas y dispuso de útiles de maquillaje. Se acercó a Alberto. Primero le dio un masaje con una crema para mantener su piel pulida y dúctil. Después comenzó a colorear su frente, sus párpados, hasta que al cabo de un rato terminó con la cara. Logró, no con poco trabajo, acomodarle las manos sobre el pecho, y les pintó las uñas de color natural. Al terminar, Natalia lo contempló. Lucía, dentro del ataúd, leve y sosegado. No parecía molesto. En sus labios recién pintados se dibujaba una sonrisa reposada, como si hubiera quedado satisfecho por el trabajo de Natalia, pues logró darle a su piel una impresión de vida.
Antes de avisarle a Ramón que todo estaba listo, como arrastrada por una fuerza extraña, Natalia dejó correr su mano por el hombro muerto y asentó sus labios temblorosos en la boca del cadáver.
—Siento mucho tu muerte —le susurró al oído.
De repente, Natalia se irguió asustada. De su semblante surgía una expresión incierta. Por un minuto se sintió incapaz por su descontrol. Movió la cabeza de un lado a otro con los ojos dilatados, y corrió hacia fuera con tal prontitud que olvidó cerrar la puerta tras de sí. Antes de entrar a la oficina de Ramón, se ajustó la bata y se alisó el pelo con las manos, como si estuviera frente a un espejo. Tras decirle a Ramón que había terminado con el cuerpo, se deslizó por el pasillo y se encerró en la oficina. Allí pudo calmar algo su exaltación.
Horas después, escuchó la voz de Ramón tras la puerta.
—Ya ha llegado mucha gente a la sala de velación.
Ambos salieron y se recostaron contra la pared de la sala. Natalia miró a la gente conversando, como si nada hubiera pasado.
—No tienen sentimientos —le murmuró a Ramón.
—Los velorios son para los vivos —respondió él.
Natalia, un tanto decepcionada, miró las inmensas coronas de flores dispuestas en torno al ataúd. Sintió que desde lo más profundo de su ser le subía un embate de nostalgia. Mientras olía el aroma del jardín, contemplaba todo cuanto contenía la estancia: el cadáver, los sillones cerezos acojinados a los lados, la gente en su mayoría sonriendo y conversando, la alfombra central inmaculada, las coronas mortuorias, los candiles eléctricos en las esquinas del féretro, y Alberto, sonriente y triunfante dentro del ataúd.
De repente, entró una señora flaca y muy vieja que lloraba con desconsuelo. La sostenían por los brazos dos hombres de espejuelos oscuros que la llevaron frente al muerto. Poco después, las personas se le fueron acercando, con la expresa intención de darle el pésame.
—Es la abuela —dijo Ramón.
—¡Qué pena! Creo que es la única que siente de veras la muerte del joven.
—¿Por qué no vas y le das tus condolencias?
Natalia asintió con la cabeza. Cuando estuvo frente a la anciana, llevó la boca a su oído y le dijo despacio:
—Mi más condolido pésame.
La vieja cesó su llanto por un instante y clavó sus ojos en los de Natalia. Le acarició la mejilla con la mano trémula y le dijo al oído, con voz entrecortada:
—Gracias.
Natalia la abrazó y le dio un beso tierno en los surcos húmedos y profundos de su rostro y al rato la soltó despacio, con mucha cautela, con un inmenso miedo de que al soltarla se fuera a deshacer.
Después de apartarse de ella, no soportó permanecer allí un minuto más y se fue a la oficina, donde se quedó por varias horas, meditabunda, hasta que vio a unos hombres a través del cristal de la ventana subir el féretro del difunto en la parte de atrás del carro funerario para llevárselo al cementerio. El vehículo arrancó y tras él iban otros carros, seguidos por el olor a flores, hacia un crepúsculo que revestía las nubes con tonos mortuorios. Desde su ventana le concedió un último adiós con los dedos.
Fue en ese instante cuando, inmersa en una profunda tristeza, percibió la voz. Volvió la cara despacio y una sonrisa iluminó de pronto su semblante. Entonces, la cubrió el manto de un sentimiento que la hizo entregarse, con la mirada límpida de sus ojos verdes, a aquella sombra que la esperaba impaciente en la otra esquina.

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