lunes, 5 de abril de 2010

En busca de Karen Summer


(Eric Fischl)


Por José Acosta



Cuando toqué el timbre de la puerta el corazón se me quería salir de la emoción. Tanto buscar y buscar y por fin había llegado a la casa de mi amada, de la mujer que siempre había soñado para mí. En la ventana del lado derecho apareció como un pan descascarado el rostro de una anciana. Vine a hablar con Karen Summer, le dije cuando subió el cristal. La vieja desapareció y segundos después la escuché luchar con el picaporte de la puerta. Cuando la tuve frente a mí, visiblemente perturbado por una extraña excitación, le señalé, nuevamente, el motivo de mi visita. La mujer, tras retratarme con sus ojitos aguados, se sonrió y me hizo señas de que pasara.
Después de atravesar un sombrío corredor, llegamos a un saloncito de pinturas baratas cuyo decorado se parecía al de los cafés. Luego subimos, no con poco trabajo, por una escalera que se enroscaba en una columna de mármol como una serpiente. La anciana era alta y torcida, de andar pausado y seguro. Cuando alcanzamos el ático, en la pared derecha de la sombría estancia una fotografía donde aparecía la anciana al lado de mi amada me confirmó que no me hallaba en el lugar equivocado. Dimos unos pasos y, detrás de una cortina, se abrió una especie de museo con los más variopintos objetos alusivos a mi hembra: carteles, encendedores, muñecas de plástico, penes terminados en ese su rostro que, pese a ser una estrella porno, nunca había perdido la virginidad, la frescura, la sonrisa sincera que siempre abandonamos al salir de la adolescencia.
He buscado a Karen Summer toda mi vida, le hice saber a mi anfitriona, con la expresa intención de que me dijera, por lo menos, cuándo llegaría ella a la casa. La anciana me condujo entonces a una especie de balconcillo, al final de las paredes donde, en polvorientas vitrinas, se extendía la colección de objetos de mi amada actriz. Me detuve un instante a examinar la parte donde tenían la totalidad de sus películas en video casetes. A vuelo de pájaro supe que mi filmoteca era exactamente igual a la de ellos. Desde Taboo, su primer filme, donde ella se deja seducir de su propio hermano y de su padre, sin que, como era característico en ella, llegaran a la penetración; hasta Women Paradise, su última representación en el mundo porno. Aquí ella se envenena por el desdén de un amante y, dentro de un ataúd, un ángel, enamorado de su belleza, la posee.
Debo explicar que cuando digo “la posee”, no me refiero al coito común al que nos tiene acostumbrado el sexo. No, en las actuaciones de Karen Summer, el sexo no pasaba de ser una pura y simple representación. Y, quizás, esa manera suya de fingir las relaciones sexuales, esa maravillosa forma de conservar la virginidad de su himen, de salvaguardarlo de esa podredumbre con la intención, quién sabe, de llevarlo puro al amor verdadero, a la verdadera entrega, fue lo que provocó que me enamorara de ella. Yo, un adolescente, enamorado como un loco de una mujer de celuloide; comprando, a escondidas de mis padres, una a una todas sus películas. Y tanto más las veía cuanto mayor era el llamado de mi corazón a hacerla mía, sólo mía.
Siéntese allí, me señaló la deteriorada señora cuando la luz del balconcillo nos mojaba la cara, y luego desapareció lentamente tras la cortina del salón. Mientras escuchaba sus pasos que se ahogaban escaleras abajo, no pude dejar de apretar fuertemente los puños para manifestar mi emoción. Por fin, después de tantos años, había dado con la mujer de mi vida, con Karen Summer.
Y la búsqueda no había sido nada fácil. Era como tratar de descubrir un fantasma en el mundo real. Pero ese fantasma sí valía la pena. ¿Acaso no se afana uno en procurarse la mejor mujer para compartir este pedazo de eternidad que llamamos vida? Y Karen Summer ¿no me había dado muestras más que suficientes de su pureza, ella, que vivía en el lodo, sin ensuciarse? Su búsqueda, como señalé, fue difícil. Su nombre, para empezar, era falso, un simple nombre artístico. Por esa vía no llegaría muy lejos. Mis primeros intentos de localizarla desembocaron en el fracaso. Nadie, en el continente americano, se llamaba de esa manera tan exótica, tan hija de alguna mentalidad trasnochada y sin talento como suele ser la de los productores de filmes pornográficos. Pero existía un medio: las productoras de esta clase de películas. Las llamé incansablemente sin que ninguna me diera pista alguna de su paradero. En muchas ocasiones, vía telefónica, me hice pasar por un inversionista interesado en su talento. Los tipos se reían y me colgaban. Envié correspondencias a las más prestigiosas agencias de este género, sin que jamás me respondieran. Al final, cansado, abandoné la búsqueda y dejé que el tiempo cruzara sobre mí. Con los años me di a la bebida, me convertí en un hombre solitario, escuchaba la música de los sound tracks contenidos en su filmografía, acompañado de una botella de whisky y los recuerdos de mi hembra. Yo era Onán y ella Afrodita. Sí, Afrodita, la diosa que puede ser, a la vez, luminosa y oscura; reinar en el espacio donde coincide el placer y la muerte, el amor y el odio, la voluptuosidad y la traición. Seductora de dioses y de hombres; patrocinadora de los afeites y la prostitución, pero, en último término, como si el bien y el mal se perpetuaran en equilibrio, diosa, doblemente diosa, pura y manchada, eternamente virgen.
Una madrugada, a la hora en que la nostalgia nos desvela y los recuerdos se concretizan, una llamada anónima, después de confirmar mi nombre, me dijo: Si quieres conocer a Karen Summer, ve a esta dirección. Era increíble. Después de tanto buscar, al fin, de la manera más simple, había conseguido mi objetivo.
La anciana, como una sombra que de repente adquiere color, apareció en la puerta del balconcillo. Se sentó a mi lado y, con manos temblorosas, se dispuso a mostrarme las fotos del pesado álbum que había traído consigo. Su jadeante respiración denunciaba lo difícil que había sido para ella subir las escaleras con tan pesado motete. Y es que el álbum era de una dimensión ridícula, inmanejable. Cuando abrió la mano derecha para alisar una de las micas, le vi un tatuaje en la palma que me paralizó el corazón: la “K”, de Karen, invertida como una mariposa. ¿Era también, esta mujer, fanática de mi amada? Por un instante tuve una terrible sospecha pero no, yo sabía que aquello no tenía sentido. Le seguí el juego a mi anfitriona, aburrido, con el único propósito de que el tiempo pasara.
Aquel álbum era como una fotonovela: la vida de mi amada, en sus diferentes etapas, se iba mostrando en aquellos cuadros gastados por el roce del tiempo. Mientras avanzaban las fotos, aburridas fotos, donde se retrataban sonrisas, paisajes, reuniones familiares o de amigos, quise, con cierta desesperación, que aquella película muda terminara. Algo, quizás la reticencia de la anciana, la oscuridad de la noche que empezaba a robarse la forma de los objetos, o mi ansiedad de ver personalmente a mi hembra, me hacía presentir una extraña sensación de vacío, de vaguedad, como si ese universo que yo había construido con mi actriz porno, estuviera en el filo de un precipicio, a punto de empezar o de concluir.
Cuando aparecieron las últimas fotos, las afirmaciones cariñosas de la anciana me vaciaron el futuro. Según sus palabras, Karen Summer había muerto. Y las fotos de su deceso así lo confirmaban. No sé por qué, como un gesto de comprensión, extendí mis manos y le acaricié la mejilla. Yo era, y así ella también lo entendía, el último vestigio de su vida, su último y verdadero fan, la única huella que había sobrevivido de su efímera fama en el celuloide. Al final, el álbum mostraba algunas cartas amarillentas que yo le había enviado y que jamás pensé que ella había recibido. Bajé las escaleras y escuché, no sé si llanto o risa, ruidos en el ático. Karen Summer, mi bella actriz, mi virgen amada, había muerto. Pero yo sabía que esas fotos habían sido tomadas de su última película, que Karen Summer estaba viva, dentro de un cuerpo demolido, gastado, horrorosamente viejo.
Abrí la puerta y salí. De entre los rosales del jardín, saqué el bastón que, antes de tocar el timbre, había escondido para tratar de impresionar mejor a mi amada. Luego caminé, con el alma cansada, por las calles siempre luminosas de Hollywood.

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