lunes, 26 de abril de 2010

La Infinita Cicatriz

(Andrew Wyeth: El mundo de Cristina)


Por Eduardo Lantigua

A Blanca, in memoriam

Ese mundo profundo,
donde yace la brevedad vencida por el desamor.

Había estado mirando el cuadro de la pared: El Mundo de Cristina, de Andrew Wyeth, que en este caso realmente no era más que una copia desatenta: Con el rostro oculto detrás del cabello moviéndose al viento, la delgada figura que se arrastra impulsándose con los brazos, le golpea desde ese paisaje inválido de luz plana, bajo la sorda desolación de la vieja casa en la colina.
Fuera de la niña, todo era estático: Sólo ella, melancólica y jugando en el piso, certeza hoy de ese mundo profundo donde yace la brevedad vencida por el desamor.
Desde la oscuridad sofocante de la noche, arrastrándose, el aire espeso y húmedo penetraba por la persiana abierta; donde hacía horas que la música insistía en el dolor, fluyendo alrededor del contorno de Isadora (como animal que chapoteaba en un espacio sofocante de designios y despojos), penetrando los resquicios de su desgarramiento, en tanto que ella seguía tirada en el mueble, el cuerpo abandonado, luchando contra el sueño, sosteniendo el álbum de tela azul en su regazo. En el rostro agotado y triste se le veía la palpable huella de la celada hecha por la melancolía. Era una mujer vencida por la nostalgia.
La vio rodar desde el álbum como espejo que cae devolviéndonos con el desgarramiento el rostro fragmentado o rama simple quebrada del árbol. Era la fotografía y su abismo.
Aquella fotografía que se deslizaba, despedida que toca el desamparo tierno del amor, batiendo sus alas sobre la línea del horizonte, poniendo la certidumbre, para que Isadora vea la visible pero intocable realidad de estos mundos, dos mundos que se sostienen en los extremos divergentes del amor, desde una misma raíz: Como dos alas.
En ese instante en la estrecha soledad, junto a la niña, sólo se mueve un dolor tibio que me araña el pecho, cuchillo caliente que me agota la herida, el pájaro que dentro me aletea contra el fondo de símbolos y ruinas, aquí donde la postración me insiste, donde no ha dormido más que el polvo, cenizas húmedas dejadas por tus alas, aquí donde mi culpa caliente se disuelve llenando el espacio dejado para el olvido, como una confesión que sólo palpan las paredes.

No debieran empujar
a que el hombre o la mujer sea un animal triste.

La niña corrió a levantar la fotografía. A sus seis años, su rostro tierno lucía anhelante, melancolía profunda que esperaba la llegada con sus manitas apacibles. Isadora la miró desde el mismo centro de su pecho por donde fluye infinita la cicatriz del recuerdo.
El aire seguía húmedo y estancado y no olía a nada. Sobre el piso y contra la pared, la silueta proyectada de Isadora tenía aquella apariencia serena de una ciudad dormida, reposada en la noche. Hacía tan solo un día que había cumplido treinta y dos años y parecía más vieja. En su rostro, alrededor de los ojos vencidos, unos párpados grises denunciaban leve el desamparo de un cuerpo que había perdido las formas rígidas y de carne dura que tiene una mujer fresca y joven para la fantasía.
La música, impecable, laboriosa, como blanco cuchillo para la angustia, seguía acomodando alrededor de la fotografía el perímetro agudo del abandono y la memoria.
Fue así como lo vio casi igual que todas las noches, sentado en su sillón de cueros, oyendo su música o leyendo, en pantalones cortos y una de sus camisetas preferidas, con tebeos de Mafalda dibujados por él mismo y pintados con colores fríos. Lo veía sonreírle o comentarle la canción o el libro: Que fíjate amor, olvidan que el hombre, vigilado por la muerte, chapotea en el perímetro invisible de la vida, buscando siempre el hilo delgado entre el ser y el no ser que conduce a la felicidad: Que ven y lee esto, mi amor, aquí están las huellas de la búsqueda de un contexto infinito, donde los niños no corran el riesgo de que su talento dependa, para su desarrollo y alegría, de las posiciones alcanzadas por sus padres: ¿Te fijas?, acceder a la dignidad de sapiens en un mundo justo y con sentido: ¡No mi amor, esto no debe ser! Que esta eficiente tecnología dirigida a matar mejor: Que este lodazal de las doce entre los dientes es la razón de la rabia: Que el orgullo, el desprecio, el odio y la sangre, ¡no joda, ombe! No debieran empujar a que el hombre o la mujer sea un animal triste.
Y dejaba de comentarle la canción o el libro y se aproximaba y la besaba en los párpados como a una planta celosamente cuidada, abonándole de cerca la ilusión que entonces se le expandía por el cuerpo hasta tocarle lo más recóndito de su dicha.
Lo veía acercarse a la niña, inclinarse sobre su espalda, las manos apoyadas sobre la mesa y poniendo el rostro pegado a su carita, mirándola garabatear sobre el papel: ¿Hiciste tu tarea, mi amor? A ver, ¿quieres que papá te ayude? ¿Sí?
Y mirándolos, Isadora se veía sonreír. Y el aire entraba y era diferente, es decir menos húmedo, o no sé, te veo sonreír después del beso, tus dedos recorriendo mis pechos, tus manos calientes como panes tibios sobre la huella de la certidumbre, donde se palpan los anhelos; de nuevo tus dedos formando la cascada ahora caliente que penetra estos resquicios; una cascada de paloma que se inicia tibia hasta alcanzar la llamarada, alas de la promesa. Porque tú eres ese otro mundo donde el espacio y el tiempo ordenaban cuidadosos la alegría de ayer.

La última partida.

Miró el reloj: Las diez de noche. Y se preguntó para qué sirve el tiempo cuando puñales clandestinos nos vigilan el perímetro. Cuando una fotografía sigue, como si estuviera viva, entre los muros de su abismo, lacerando, cómplice del tiempo, este costado vencido. La niña levantó la fotografía, en tanto que Isadora, desde sus escombros, miró aquellos ojos tiernos y húmedos.
—Ven, abotónate la blusita —le dijo tiernamente—. Te vas a resfriar.
La niña trató y no pudo.
—¿Quieres ir al baño? —le preguntó por decir algo. La niña dijo no moviendo de un lado a otro la cabecita y el rostro se fragmentó a todo lo ancho de un sendero oscuro y frío donde chapoteaba cada recurso de la memoria. Isadora la levantó entre sus delgados brazos y trabajosamente caminó hacia el mueble, donde se sentó y le acarició suave la espalda a su niña.
Debajo de los dedos sintió el cuerpecito blando y triste.


Estas manos no tocan la puerta para entrar,
la tocan para salir.


Sintió los espasmos en el cuerpo de la niña, y cuando le levantó la cabeza, sufrió entonces las lágrimas rodando por el rostro. Se miraron buscándose en los ojos algún signo que espantara aquella fría melancolía, y súbitamente se abrazaron. Las manitas de la niña le rodearon el cuello mientras estallaba en sollozos.
Isadora sintió el chorro caliente que le llenó el corazón, y el aire húmedo y estancado le apretó aún más la garganta. “No llores, mamita”, dijo amargamente. “Él te quiere mucho y regresará”.
Miró entonces el estante con los libros como un recurso para que la niña no le viera los ojos y agregó:
—Te ayudará con la tarea. Te dibujará muñequitos de Madalda
Lo dijo mientras el sudor le quemaba las manos, sin saber qué de cierto tendrían estas palabras, porque ahora, en este instante, sospechaba que esta circunstancia no era más que el extremo de un deseo inútil que abrigaba su débil corazón.
—¿Quieres ir al baño? —preguntó de nuevo por decir algo. La niña dijo no con la cabecita, inclinándola primero para mirar los ojos oscuros de su madre y luego hundirla en su pecho.
Isadora secó el sudor de sus manos mientras el aire seguía húmedo y estancado y no olía a nada, y la oscuridad sofocante amenazaba breve por la persiana abierta, por donde sólo entraba el batir y murmullo de los escombros de la noche.
Sus ojos negros eran grandes para el dolor y reflejaban un sufrimiento sereno y triste, pero definitivo. Le sorprendió la persiana abierta por donde entraba, ahora, la total oscuridad junto al aire tibio, confabulándose con la música que seguía persistente, pasando de la angustia del dolor a un dolor reposado en el amor: Tú seguías insistiendo y yo trataba de meter las piernas en la falda. Pero no. Sobre la cama la blusa negra: Ya te lo decía, ahora no, vamos a llegar tarde, en el oído no por favor, no me toques ahí que tu sabes cómo me pongo, mira como se me pone la piel, no jodas ombe, saca la mano, ahora no, cuando regresemos, hoy es viernes y tendremos toda la noche, tenemos que irnos, mira el reloj: Y por su culpa, salía tarde y yo le seguía corriendo con el bolso en las manos, como una uva bajo la lluvia, toda mojada de amor.
Decidió acostar a la niña que dormía en su regazo, y, moviéndola hacia el hombro, no supo entonces realmente si había sido la música o la foto que resurgía desde el fondo de su abismo, lo que súbitamente se clavó en su pecho.
Sintió de nuevo la inútil fatiga en el corazón.
Con la niña que dormía ya acomodada en el hombro, Isadora se quedó triste mirando la foto sobre el sillón de cueros. Como tantas veces, lo vio levantarse del sillón, la niña durmiendo sobre su pecho, y atravesar la habitación caminando en las puntas de los pies, silencioso, con la mano izquierda sobre la cabecita dormida. Isadora le sigue despacio con sus grandes ojos negros y él, como si sintiera el trotar de la mirada, voltea la cara, se pone un dedo atravesado en la boca en señal de silencio, hasta perderse detrás del marco a la puerta de la alcoba, porque siempre la dormías y luego la acostabas tiernamente, y hacías lo mismo, porque siempre que la acuestas haces lo mismo: Ella duerme y tú pides silencio, porque así era él, porque así eres tú, siempre pedías silencio, porque así eras tú y yo sonriendo en el marco de la puerta estúpidamente, como una uva, borracha de amor.

El amor distingue otras memorias.

Se levantó y subió ligeramente el volumen a la música. La melodía le recorrió el corazón de arriba hacia abajo. Muy dentro, desde el fondo de otras noches de besos y quejidos felices, se desbarató el tiempo. No entraba más que la soledad a ese mundo paralelo, donde el aire denso palpa un sentimiento mezcla de renuncia y melancolía. Este mundo donde el amor no alcanza su verdadera forma de presencia, donde palpan absurdos la existencia por los latidos, la felicidad por la risa, donde absurdos palpan la culpa en el error, y la angustia de la soledad es un desgarramiento que bien puede, ante la mirada indiferente, reventarnos la piel como animal que nos ha venido comiendo el pecho por dentro; este mundo, donde el dolor es la presencia del vinagre y la espina en la carne viva, tus pasos quedamente lacerantes, transparentes, que se devuelven, desde el fondo de las cenizas.
“No llores”, dijo con voz tierna pero ahogada. La niña movió la cabecita y extendió hacia ella la fotografía. Siguió recostada en su pecho. Y sintió el hueco muy dentro por donde se le entraba zigzagueando una pena de barro y lodo húmedo como en aquellos tiempos de la lluvia de Mayo.
Isadora miró el reloj: Las dos de la madrugada. Agobiada por el calor lo recordó esta vez, recogiéndole el pelo sobre la nuca mientras le besaba los párpados, y se preguntó de nuevo de qué sirve el tiempo cuando puñales persisten en su vigilia al perímetro. De qué sirve torear la vida si es que siempre la realidad nos llega por la espalda con sus cuchillas afiladas en el equilibrio inútil. Cuando de todas maneras llega con su legión insospechable de nada. “¡Nada, eso es lo que es! ¡Pura nada!”, se dijo, y los ojos se le nublaron por las lágrimas y la rabia.
Isadora limpió el rostro a su niña y le acarició el pelo y luego la arropó suavemente. Después de mirarla, salió caminando con dificultad, arrastrando la pierna derecha, haciendo un esfuerzo que no dejaba rastro en su rostro.
Se sumergió en el aire espeso y húmedo de la sala y luego se detuvo en la persiana abierta. Afuera, al fondo del edificio, un retazo de luz sobre la acera desolada le mostró un trozo de papel que el aire movía a su albedrío. Y se preguntó si no será el desamor un trozo de papel arrastrado por la angustia. Si no sería ella ese trozo de papel. ¿Qué verdad germina a la salida de unos pasos que cierran la puerta a la ilusión, mientras en un mundo paralelo, invertido, unas manos huesudas y desoladas tocan la misma puerta desde adentro, si desde adentro, cuando es mayor que su angustia su inmensa tristeza por salir? Porque ahora estas manos no tocan la puerta para entrar sino para salir.
Había levantado la fotografía desde el sillón y la miraba penetrante. Se había sentado en el mueble. Al fondo, El Mundo de Cristina, de Andrew Wyeth, como la celada de la tristeza. Miró de nuevo la foto donde el abismo tomaba la forma del llanto. En el sofá, él sentado serenamente, leyendo después del beso, y ella con el dolor apacible, con su nostalgia en otro abismo, y la niña sonriendo a tu lado, frente al televisor, y yo aquí conectando el mundo, los mundos, como un maniquí al cual el tiempo le comió el pecho por dentro, redescubriendo, tratando de llenar este abismo, aquí, con mis cenizas calientes corriéndome por dentro, pero sabiendo para la vida que la realidad existe y por eso también golpea, que el amor no es un eterno regalo del cielo, sino que somos un regalo efímero del amor, como decías. Aquí, en el breve espacio en que no estás, insistiendo con tu canción preferida, pero recordando también lo que me enseñaste para evadir la pura mierda, como decías: “Pase lo que pase, la vida es siempre reparable, amor mío”. Aquí, sabiendo que el amor distingue otras memorias, aunque confiese que existe la angustia en el fondo de una pena que se arrastra entre las paredes del mundo.
Isadora levantó el rostro con dignidad y se secó las lágrimas con el reverso de sus manos huesudas. Y sintió entonces el pálpito de la certeza de que jamás habría de olvidar aquella noche triste, “no por triste, sino por definitiva”, le diría, muerta por la risa y con un trago de ron levantado al frente de sus ojos, en un brindis, muchos años después, a Tomico, su hija (Jajajajaja, que también se moría por la risa).

(Del libro de cuentos La Infinita Cicatriz)

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